jueves, noviembre 28, 2013

La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski



Durante la lectura de este libro he utilizado un espejo para leer algunos pasajes escritos al revés, he usado lápiz y papel para desentrañar ciertas claves, lo he puesto de un lado y de otro, le he dado varias vueltas, me he dejado los ojos en algunas notas diminutas, me han dolido los brazos de sujetarlo y, lo que es más importante: días después de haberlo leído aún sigo pensando en su (complejo) contenido. La casa de hojas se mete en la cabeza del lector y lo esclaviza durante un tiempo. Quiere esto decir que su autor, Mark Z. Danielewski, sin duda ha logrado uno de sus propósitos: que la lectura sea una experiencia no sólo mental sino también física.

House of Leaves contiene varios relatos dentro de la propia novela, todos fascinantes y todos dotados de un equilibrio narrativo difícil de lograr porque ninguno de ellos rebaja nuestro interés. Como cajas dentro de cajas, tenemos la historia escrita por el viejo Zampanò, en la que describe y analiza una película, El expediente Navidson, que es otra de las historias, en la que una familia se traslada a una vivienda más grande por dentro que por fuera y en la que van apareciendo pasillos interminables, puertas secretas y habitaciones que parecen introducirse en el abismo; y también tenemos la historia de Johnny Truant, que nos presenta ese manuscrito cubriéndolo de notas al pie y comentarios, siempre aderezados por su propia historia, la del hombre que se obsesiona con el manuscrito y acaba cayendo en desgracia; y también incorpora otra historia hacia el final, la voz de una mujer en sus cartas al hijo (broche que acaba recordando un poco al monólogo de Molly Bloom en Ulises); sin olvidarnos de todas esas extensas notas al pie. De tal manera que los géneros acaban confluyendo en el mismo libro: ensayo, entrevista, novela de fantasmas, relato breve, novela realista, poema, novela epistolar, compendio de citas auténticas y de citas apócrifas, listas interminables de nombres y de títulos y de lugares, collages y álbumes de fotos…

Pero lo de menos, ya lo han apuntado otras voces, es el argumento (que, además, nos engancha desde el primer momento, y que a mí me ha recordado la emoción de mi adolescencia, cuando leía It, el inolvidable mamotreto de Stephen King, o su Misery, que jugaba con la tipografía). Lo importante es el juego, la estructura de cajas chinas, la adicción que provoca su lectura, los laberintos de sus tramas cruzadas y de sus notas que suben por ambos lados de la página, el homenaje explícito al cine de casas encantadas y a las ilustraciones de Escher, la potencia expresiva de su prosa (cerebral en los pasajes de Zampanò, visceral en los que escribe Truant)… Sin olvidarnos de la complicadísima maquetación, aquí a cargo del escritor Robert Juan-Cantavella, que reproduce con fidelidad el original: distintas tipografías y fuentes, colores en algunas palabras, alineación del texto a veces a la izquierda y a veces justificado, símbolos, frases tachadas… Esta maquetación sirve a la historia (las historias) y está en función de lo que escriben y añaden los narradores, por lo que no queda en mero capricho del escritor. Al esforzado trabajo de su maquetador hay que añadir la extraordinaria labor de Javier Calvo (uno de nuestros traductores predilectos) y de los editores de Pálido Fuego y Alpha Decay, que han publicado una edición que ha fascinado al mismísimo Danielewski.

Decía en el párrafo anterior que es importante ese carácter lúdico del libro, pero aún es más importante (y es lo que perdurará en mi memoria) el talento de Danielewski como narrador: sirva de ejemplo que, en mi cabeza, se ha instalado para siempre esa “imagen” de un hombre perdido en un abismo, alumbrándose como puede con bengalas o con linternas o con cerillas… sabiendo que la obsesión y la curiosidad son a menudo más poderosas que el miedo y lo desconocido.  

La casa de hojas es, más que una lectura, una experiencia extrema e inolvidable, un libro que, como ha dicho acertadamente el escritor Hilario J. Rodríguez, “trata sobre escribir como acto alucinado y leer como acto más alucinado aún”. Podría dedicarle más párrafos a esta obra experimental y enigmática, pero prefiero dejarlo aquí por dos motivos: para no desvelarle más pormenores al lector y porque el intento de describirla es tan arduo como atrapar un pez con las manos desnudas; necesitaríamos otro libro casi igual de voluminoso que nos aclarase todos los juegos, las claves ocultas y los diversos laberintos que casi vuelven loco al lector. Os dejo con algunos pasajes, de los que he tenido que podar las notas pertinentes, y que he separado por narradores:

De la narración y las notas de Johnny Truant:

Fijémonos por ejemplo en mis cicatrices.
Sobre ellas hay bastantes variaciones. La más popular es que me pasé dos años metido en una secta dedicada a las artes marciales japonesas y compuesta en su totalidad por coreanos afincados en Idaho, que en el último día de mi iniciación a su ya difunta hermandad me hicieron coger un wok de metal abrasador usando solamente los antebrazos desnudos. En el pasado el wok se calentaba en un horno; últimamente se llenaba de carbones al rojo. La historia es una trola como una casa, o debería decir una trola como una pagoda… lo siento. Lo sé, sé que tendría que aprender a gatear antes que a andar; me vuelvo a disculpar, esta vez por no haberme disculpado de verdad la primera vez, ni la segunda, ya puestos. Pero es que no es fácil discutir con todos esos remolinos de carne derretida.

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Todos creamos historias para protegernos.

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¿Qué puedo decir? Me chiflan las cosas abandonadas, fuera de sitio, olvidadas, cualquier cosa vieja que a pesar de la luz del progreso y todo eso siga desapareciendo todos los días igual que las sombras a mediodía, las cosas que pasan sin que nadie las anuncie, las cosas que mueren sin que nadie las llore, en fin, ya me entendéis.

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Lo más probable es que el mismo Zampanò habría insistido en introducir correcciones y cambios, puesto que era el crítico más severo de sí mismo, pero con el tiempo yo he llegado a pensar que a menudo los errores, y en especial los errores escritos, son las únicas huellas que deja una vida solitaria: sacrificarlos equivale a perder los ángulos de la personalidad, el acertijo de un alma. En este caso, un alma muy vieja. Y un acertijo muy viejo.

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Es casi como si estuviera convencido de que las preguntas sobre la casa acabarán generando respuestas acerca de mí, aunque si esto es cierto, y es muy posible que no lo sea, para cuando lleguen las respuestas las preguntas ya se habrán perdido.

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De la narración de Zampanò:

Hay quien ha sugerido que los horrores que Navidson encontró en aquella casa no eran más que manifestaciones de su psique atormentada. En su libro The Incident, el doctor Iben Van Pollit asegura que la casa entera es una encarnación física del dolor psicológico de Navidson: “A menudo me pregunto cómo podrían haber sido las cosas si Will Navidson hubiera hecho un poco de, cómo decirlo, limpieza doméstica”.
[…]
Tal como reveló más tarde la agente inmobiliaria de los Navidson, Alicia Rosenbaum, la casa de Ash Tree Lane ha tenido desde su construcción bastantes ocupantes, más o menos 0,37 al año, la mayoría de los cuales quedaron traumatizados de alguna manera. Teniendo en cuenta que la casa se construyó supuestamente en 1720, bastante gente ha dormido y ha sufrido entre sus paredes. Si la casa fuera realmente el mero producto de un sufrimiento psicológico, tendría que ser el producto colectivo del sufrimiento de todos sus habitantes.

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Aunque las narraciones fílmicas y de ficción a menudo dependen de las reacciones casi inmediatas, la realidad es mucho más insistente y cuenta con una paciencia (literalmente) infinita. Igual que pueden pasar años enteros antes de que surtan efecto las ponzoñas insidiosas vertidas durante la pausa de la oficina, las consecuencias de lo imposible tampoco son aparentes de forma instantánea.

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Esto no sólo se aplica a la casa, sino también a la película misma. Desde el inicio mismo de El expediente Navidson, estamos metidos en un laberinto, deambulando de fotograma en fotograma, deseando asomarnos al siguiente corte con la esperanza de encontrar una solución, un centro, un sentido de la totalidad, solamente para descubrir otra secuencia que lleva en una dirección completamente distinta, un discurso que no para de delegar, que promete la posibilidad de un descubrimiento pero al mismo tiempo se disuelve en forma de ambigüedades caóticas demasiado borrosas para que nunca se las pueda comprender del todo.

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Por supuesto, el verdadero horror no depende del melodrama de las sombras, ni siquiera de las conspiraciones de la noche.


[Alpha Decay & Pálido Fuego. Traducción de Javier Calvo. Maquetación de Robert Juan-Cantavella]