martes, marzo 07, 2017

Jernigan, de David Gates


Hoy hará un año que Judith murió.
Para conmemorar la fecha, iba a cortar el césped y mirar el partido de los Yankees. A partir de ahí ya me organizaría la noche. Suena mal, lo sé. Vale. ¿Y qué os parecería apropiado? No tenía ni una tumba que visitar. Según su hermano Rick, en una ocasión Judith dijo que quería que cuando muriera esparciéramos sus cenizas en el cabo de Montauk. Si Judith dijo una cosa así es que debía de estar borracha como una cuba. Y eso suponiendo que Rick no se hubiera inventado la historia. Pero, una vez la hubo contado, no nos quedó más remedio que hacerlo. Vaya día, el que subimos al cabo de Montauk para esparcir las putas cenizas.

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Fui al baño y me tomé los dos últimos ibuprofenos del frasco –así empezó todo–, y luego, dos pastillas para la regla de Martha, pero la cabeza me dolía muchísimo. Entonces hice el siguiente razonamiento: en una ocasión, hace muchos años, me tomé una de las píldoras anticonceptivas de Judith para evitar que se la tomara ella, porque estaba convencido de que la estaban matando. Eso fue antes de que se descubriera que a las mujeres las estaban matando muchas otras cosas. Como no me pasó nada por tomarme la píldora –ni me salieron tetas ni se me marchitó la polla, quiero decir–, pensé que las pastillas de la regla tampoco me harían daño. Entré en la cocina sintiéndome como si estuviera viendo cómo yo, yo mismo, hacía todas esas cosas, para ver qué alcohol encontraba. Cero. Nada, ya lo sabía. Tendría que salir. No podía salir. En la nevera encontré una cerveza. Me la bebí en cuatro tragos y luego fui al cuarto de baño y me tomé otras seis pastillas de las de Martha y me terminé lo que quedaba de un frasco de antigripal.


[Libros del Asteroide. Traducción de Marta Alcaraz]